Con el buen tiempo, la costa se ve salpicada de aficionados a la pesca. Siempre me ha parecido una estampa bastante bucólica, lo de tener la caña en la mano y la esperanza en el mar. Esperanza de ver el atardecer, el sol poco a poco ocultándose, el contacto con la naturaleza, la paz del momento. Si vas solo es un momento de reflexión, o eso pienso yo y si vas acompañado, un momento de compartir intimidades.
Eso pensaba yo hasta ayer, que fui paseando por el puerto. La verdad es que el número de pescadores aficionados ha crecido bastante. Será por la crisis, que abre el abanico de actividades de pasar el tiempo del paro. Y si consigues la cena, pues mejor.
El caso es que ayer estaba un hombre con dos cañas. Esperamos que no sea así con las mujeres. Pero vaya, que me descentro. Ahí estaba el hombre, cuando los cascabeles de una de sus cañas empezaron a sonar. ¡Habían picado! Él fue corriendo hacia la caña sonante y recogió el premio. Un pescadito pequeñito (no era pezqueñín, es que no crece más). Lo tenía en sus manos, coleando, luchando por abrirse camino a no se sabe donde. Pobre! YO creía que le ahorraría al probre animal tan angustioso momento. Si hasta a mí me costaba respirar! Pero no, el pececillo moribundo fue arrojado al suelo sin contemplaciones porque la otra caña también había empezado a soñar. Qué imagen, ver al pobre pececillo en el suelo, retorciéndose y qué malvado el pecador sin corazón. Giré la cabeza y me fui, no quería ver cómo poco a poco su vida se apagaba o cómo el pescador se la quitaba ( auqnue creo que debería haber matado al pobre bichillo)
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